La exposición Cuatro días en París: los amos del mundo y los pobres de la tierra, siempre fue concebida como un proyecto artístico bastardo, hijo ilegítimo de los padres putativos: la literatura de viajes y el fotoperiodismo documental. Quizás por su misma estirpe espuria ha sufrido las inclemencias del desinterés y los desastres del olvido, y no ha sido fácil encontrar un hogar que lo acogiera. La misma magnitud del empeño inicial, primero París, después Berlín, luego Cracovia y Auschwitz, más tarde tal vez Londres, Roma o Atenas, desbarató la trampa de su arquitectura hasta que tan quimérico edificio cayó por su propio peso. Pero de tales ruinas han sobrevivido al menos, con un retraso de años y años, la exposición Cuatro días en París, a la que seguirá el primer y único libro de dicho proyecto en forma de catálogo expositivo. Porque al final esta muestra es también bastarda en el sentido de que homenajea y disecciona a las grandes ciudades europeas -en este caso la capital francesa- en aquello que tienen de cruce de caminos de personas y, parafraseando a Italo Calvino, senderos humanos que se bifurcan. Y por último, también es triplemente bastarda, puesto que reivindica una nacionalidad de exiliado, inmigrante o solicitante de asilo, la misma que inspira a sus autores: el bendito mestizaje europeo, raíz de un cosmopolitismo abierto sin frontera. Por lo demás, la exposición está estructurada a partir de los cuatro días reales vividos y recorridos.